domingo, 26 de mayo de 2013

elegí blasfema para los que viven en el barrio de san pedro y no tienen qué comer


Por Jorge Eduardo Eielson
de su poemario "Habitación en Roma"

señores míos
por favor
traten de comprender
detrás de esa pared tan blanca
no hay nada
pero nada
lo cual no quiere decir
que no hay cielo
o no hay infierno
sería como confundir el sol
con un silbido
o con el propio cigarrillo
(no haber visto nunca el cielo
significa solamente
no tener dinero
ni para los anteojos)
pero para detrás de esa pared tan blanca
circule un animal tan fabuloso
arrastrado según dicen
siempre radiante
siempre enjoyado
un mano de cristal siempre encendido
y que su vivir sea tan brillante
que ni la vejez
ni la soledad
ni la muerte
amenacen su plumaje
no lo creo
ni puedo concebir tampoco
que además es invisible
o demasiado parecido
al cielo azul
al árbol verde
al fruto rojo
al pan dorado
un animal tan milagroso
carecería de vientre
no tendría tantos hijos
negros    blancos   amarillos
que amanecen diariamente
con la cara ensangrentada
con la lengua acuchillada
y el estomago vacío
un animal así
no tendría el hocico sedoso de los vendedores de gracia
y ataúdes y estampas y souvenirs de instantes perfectamente
olvidados bajo un cenicero o una postal de san pedro
una bestia semejante
tendría alas además
pero no alas de plumas encendidas
qué tontería
sino membranas divididas netamente
por la naturaleza
a la izquierda y a la derecha
simétricamente dispuestas para volar un día
por sobre la pared tan blanca
por sobre el hambre y la guerra
o más humildemente
por sobre el resfriado y el cáncer
no señores míos
créanme realmente
detrás de esa pared tan blanca
no hay nada
pero nada
una criatura tan perfecta además
no podría vivir encerrada
toda una eternidad
en un lugar tan hediondo
no podría vivir
alimentándose tan sólo
de su  propio cuerpo luminoso
cómodamente tendido
en la gran pompa celeste
como si se tratara
de una espléndida ramera ya cansada
llena de mil hijos de mil padres olvidados bajo un cenicero
o postal de san pedro

lunes, 4 de febrero de 2013

Casa Ixte


Los veo llegar con sus maletas, sus sonrisas, las expectativas en la cara avispada y los ojos bien abiertos; son una pareja de recién divorciados. Ambos dejaron a sus esposos para iniciar una nueva aventura en Mérida, la empresa que los contrata casualmente los cambia juntos, como por obra del destino, ellos lo creen, tontamente.

     Comienzan por decir a los empleados de mudanza dónde poner las cosas, yo la observo a ella, cabellera rubia y larga, labios grandes, la ropa de manta que usa para el calor deja ver su silueta cuando pasa entre los pasillos iluminados por el sol de la mañana, tiene unos ojos tristes, un largo cuello, un semblante asustadizo; yo la miro, sin que ella se dé cuenta. Él, se concentra en su estudio, en besarla tiernamente cada vez que se la topa en la casa. La noche llega, ambos van a la recamara, apagan la luz, aun puedo mirarlos.

     La semana trascurre llena de excitación, ambos comienzan a acoplarse a la rutina, temprano al trabajo, regresan a medio día para comer, contrataron a alguien que hace el aseo y la comida; ésta es una casona grande y ellos personas ocupadas de negocios, no tienen el tiempo de conocer cada rincón como yo lo hago. Los días pasan, las semanas y este miércoles se cumplen tres meses, él tiene que salir el fin de semana a la Ciudad de México, ella se quedará sola, ha dado tiempo libre a la empleada domestica, quiere un tiempo a solas con ella misma, no sabe que eso aquí, conmigo, es imposible.

     Llegado el viernes, él parte al aeropuerto, ella va al trabajo, regresa después de las seis de la tarde, por fin solos ella y yo.

     Sé que no me ha notado, ha estado ocupada mirando su computadora, revisando correos y pendientes, contestando a proveedores y bebiendo café para no ir a la cama. Son ya las tres de la mañana y se recuesta en su escritorio, duerme. Aprovecho para acercarme, mirarla más de cerca. Tiene un cuello pequeño y terso, mis manos cosquillean por atravesarlo con mis tijeras, sólo que no me gusta la sangre derramada por la noche, amo su brillo matutino, ver cómo brota de la vena a borbotones, regar mis plantas con ella. Espero a que amanezca, espero paciente como lo he hecho estos últimos diez años, desde que empecé a trabajar en esta casona como jardinero. La primera vez que pasó fue casi un accidente, la niña del matrimonio que vivió aquí jugaba entre las rosas que yo podaba, disfrutaba ver cómo corría entre mis plantas, podría decirse que la quería, la contemplaba siempre como si fuera una pequeña brisa colorida entre los matorrales verdes a los que les dedicaba mis días enteros, entonces un buen día mientras ella jugaba con la pelota y yo con mis tijeras, su cuello y mi herramienta se cruzaron. Fue un milagro. Los ojos se me iluminaron y el corazón mio latió más que en cualquier otro momento de mi vida, la niña cayó y me miró fijamente como un perrito desahuciado y yo la contemplé largamente mientras miraba lo rojo de su sangre, de pronto dejó de ser una brisa para convertirse en un manantial, las rosas crecieron más que nunca, me sonreían, me pedían más, era mi trabajo, tenía que hacer que esas rosas fueran más hermosas, debía cuidarlas, no podía negárselos, así que las aboné con esa sangre fresca y el pequeño cuerpo que despedacé sigilozamente y me escondí un tiempo, mientras terminaban de averiguar qué había ocurrido, y poder así volver con mi rosas. Los primeros dueños abandonaron la casa, estuvo sola por un tiempo, la gente temía e inventaba historias de maldiciones y demonios pero la casa era hermosa y no tardo demasiado en volverse a habitar, esta vez por unos jóvenes hermanos, las rosas me pidieron nuevamente la sangre de esa jovencita así que un día mientras desayunaba en el jardín, me acerqué por atrás y con un machete saqué la fuente que apaciguaría a mis rosas y las haría más bellas de lo que ya eran. La historia se volvía a repetir, las rosas creían de forma descomunal, le dieron a la casona un aspecto mágico, eran grandes como un ahuehuete y yo estaba orgulloso de mi trabajo, así que maté otras siete ocasiones más.

Ahora estoy parado esperando a que sea de día, escuchando a mis rosas cantar extasiadas que les dé más sangre, que las haga más grandes, las escucho cantar, sonrío y afilo mis tijeras.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Fragmento

Princesa Alenca
juega con el sonido
      su oído
       atento
escucha olas rebotando
entre montañas
marejadas de un coche
en carretera
del desierto

Se pregunta si
las conchas
al estar en nuestro oído
no escuchan
también
vacio