Los veo llegar con sus maletas, sus sonrisas, las expectativas
en la cara avispada y los ojos bien abiertos; son una pareja de recién
divorciados. Ambos dejaron a sus esposos para iniciar una nueva aventura en Mérida,
la empresa que los contrata casualmente los cambia juntos, como por obra del
destino, ellos lo creen, tontamente.
Comienzan por decir a
los empleados de mudanza dónde poner las cosas, yo la observo a ella, cabellera
rubia y larga, labios grandes, la ropa de manta que usa para el calor deja ver
su silueta cuando pasa entre los pasillos iluminados por el sol de la mañana,
tiene unos ojos tristes, un largo cuello, un semblante asustadizo; yo la miro, sin
que ella se dé cuenta. Él, se concentra en su estudio, en besarla tiernamente
cada vez que se la topa en la casa. La noche llega, ambos van a la recamara,
apagan la luz, aun puedo mirarlos.
La semana trascurre
llena de excitación, ambos comienzan a acoplarse a la rutina, temprano al
trabajo, regresan a medio día para comer, contrataron a alguien que hace el
aseo y la comida; ésta es una casona grande y ellos personas ocupadas de
negocios, no tienen el tiempo de conocer cada rincón como yo lo hago. Los días
pasan, las semanas y este miércoles se cumplen tres meses, él tiene que salir
el fin de semana a la Ciudad de México, ella se quedará sola, ha dado tiempo
libre a la empleada domestica, quiere un tiempo a solas con ella misma, no sabe
que eso aquí, conmigo, es imposible.
Llegado el viernes, él
parte al aeropuerto, ella va al trabajo, regresa después de las seis de la
tarde, por fin solos ella y yo.
Sé que no me ha
notado, ha estado ocupada mirando su computadora, revisando correos y
pendientes, contestando a proveedores y bebiendo café para no ir a la cama. Son
ya las tres de la mañana y se recuesta en su escritorio, duerme. Aprovecho para
acercarme, mirarla más de cerca. Tiene un cuello pequeño y terso, mis manos
cosquillean por atravesarlo con mis tijeras, sólo que no me gusta la sangre
derramada por la noche, amo su brillo matutino, ver cómo brota de la vena a
borbotones, regar mis plantas con ella. Espero a que amanezca, espero paciente
como lo he hecho estos últimos diez años, desde que empecé a trabajar en esta
casona como jardinero. La primera vez que pasó fue casi un accidente, la niña
del matrimonio que vivió aquí jugaba entre las rosas que yo podaba, disfrutaba
ver cómo corría entre mis plantas, podría decirse que la quería, la contemplaba
siempre como si fuera una pequeña brisa colorida entre los matorrales verdes a
los que les dedicaba mis días enteros, entonces un buen día mientras ella
jugaba con la pelota y yo con mis tijeras, su cuello y mi herramienta se
cruzaron. Fue un milagro. Los ojos se me iluminaron y el corazón mio latió más
que en cualquier otro momento de mi vida, la niña cayó y me miró fijamente como
un perrito desahuciado y yo la contemplé largamente mientras miraba lo rojo de
su sangre, de pronto dejó de ser una brisa para convertirse en un manantial,
las rosas crecieron más que nunca, me sonreían, me pedían más, era mi trabajo,
tenía que hacer que esas rosas fueran más hermosas, debía cuidarlas, no podía
negárselos, así que las aboné con esa sangre fresca y el pequeño cuerpo que
despedacé sigilozamente y me escondí un tiempo, mientras terminaban de
averiguar qué había ocurrido, y poder así volver con mi rosas. Los primeros
dueños abandonaron la casa, estuvo sola por un tiempo, la gente temía e
inventaba historias de maldiciones y demonios pero la casa era hermosa y no
tardo demasiado en volverse a habitar, esta vez por unos jóvenes hermanos, las
rosas me pidieron nuevamente la sangre de esa jovencita así que un día mientras
desayunaba en el jardín, me acerqué por atrás y con un machete saqué la fuente que
apaciguaría a mis rosas y las haría más bellas de lo que ya eran. La historia
se volvía a repetir, las rosas creían de forma descomunal, le dieron a la
casona un aspecto mágico, eran grandes como un ahuehuete y yo estaba orgulloso
de mi trabajo, así que maté otras siete ocasiones más.
Ahora estoy parado esperando a que
sea de día, escuchando a mis rosas cantar extasiadas que les dé más sangre, que
las haga más grandes, las escucho cantar, sonrío y afilo mis tijeras.
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